Una humilde reflexión sobre el Santo Temblor.
Cum metu et tremore vestram salutem operamini (Epistula ad Philippenses 2, 12).
Con temor y temblor trabajar por vuestra salvación (Carta a los Filipenses 2, 12)
Por medio de su epístola a los
cristianos de Filipos, el Apóstol nos exhorta a obrar en pos de nuestra salvación con temor y temblor.
Con temor de Dios, pero no solo con temor, sino también con temblor. Muchas
veces se olvida esta virtud y este don del temblor, o se tiende a homologar
ambas nociones. Yo pienso que hoy día, aún más que el Santo Temor de Dios, escasea el
Santo Temblor, que es hasta para muchos cristianos desconocido.
Centurio autem et, qui cum eo erant custodientes Iesum, viso terrae motu et his, quae fiebant, timuerunt valde dicentes: “Vere Dei Filius erat iste!”. (Evangelium secundum Matthaeum 27, 54)
Cuando el centurión y los que con él estaban custodiando a Jesús sintieron el terremoto y lo que pasaba, quedaron aterrados y decían: "¡Realmente éste era Hijo de Dios!" (Evangelio según San Mateo 27, 54)
Dios manifiesta su poder en el mundo. Y, como si el inmenso Amor clavado y
alzado no bastara para convertir los corazones hacia Él, hace temblar la
tierra, la sacude, la mueve. El poder de Dios en ese acto se hace signo de sí
mismo. Pero allí, en el Calvario, no solo tembló la tierra física, tembló la
tierra del espíritu.
Es que Dios no nos puede ver quietos, indiferentes, busca en nosotros el
desequilibrio, la inquietud. Nos sacude, nos descoloca. Nos mueve el piso, nos
remueve el suelo y nos desestabiliza. Nos muestra lo inestable, lo
inconsistente de las cosas de este mundo, lo inconsistente de todo lo que
procede del hombre. Y espera en nuestra humildad ¿Dios espera? ¿Por qué espera?
Porque, como dice Péguy, Dios ama al pecador en la esperanza. Dios espera.
Espera nuestra conmoción y turbación profunda. Espera que temblorosos
reconozcamos: “Vere Dei Filius erat
iste!”. Se vale Dios del movimiento de lo inestable e imperfecto para
disponernos al dinamismo de la perfecta estabilidad del amor divino, el
dinamismo de lo inmutable. Que vibre nuestro espíritu ante la contundencia del
misterio inefable. Lo divino escapa a toda previsión humana. Lo sobrenatural,
en su gratuidad, irrumpe con violencia en el ámbito de lo natural. Violenta es
esa irrupción porque es una fuerza (vis)
infinita que penetra en la existencia finita de lo creado. Porque lo
sobrenatural jamás podrá ser la evolución de lo natural, o una nueva instancia
o estadio de lo natural. Entre lo
natural y lo sobrenatural, entre lo humano y lo divino, entre lo creado y lo
increado hay un abismo ontológico irreductible. Es así que cuando la eternidad
se introduce en la historia la revoluciona.
Solo los corazones chatos responden con indiferencia a la manifestación de
la magnificencia, el poder y la justicia de Dios. El hombre mundano, el hombre
que se ha hecho tierra, teme cuando tiembla lo terreno, y teme por lo terreno,
a lo que ha reducido toda su vida. Mas su temblor es sólo físico, epidérmico,
cuanto mucho psíquico pero nunca espiritual, dimensión que se ha fundido en el
equilibrio psíquico. Bajo esta clave todo desequilibrio fisiológico y emocional
se entiende como un mal absoluto.
Si no hemos cauterizado nuestro anhelo de trascendencia no puede dejar de
temblar nuestro espíritu (animus)
ante la expresión de lo divino en el ámbito o en la esfera de lo mundano. Bajo
la mirada trascendente el temblor de la tierra cobra sentido espiritual, y más
que espiritual, cobra sentido sobrenatural. El ser humano se sabe hecho de tierra (humus)
y, en el reconocimiento de su condición y origen, halla la humildad. Humildad es, en principio, reconocer la bajeza de la
condición humana ante la majestad de Dios. Y la tierra así adquiere, insuflada
por el espíritu, otro sentido, uno más humilde y al mismo tiempo más
trascendental. La humildad es condición de posibilidad para el santo temblor.
El suelo fértil del corazón tiene que vibrar, tiene que temblar. Entonces el
hombre abierto a la experiencia de lo trascendente ve en el milagro un signo,
ve más allá y se eleva por sobre la dimensión inmanente de las cosas. Si no
hemos resuelto nuestra existencia en el plano de lo temporal temblaremos. Y en
el temblor optaremos, ante la evidencia de su excelencia, por Cristo o contra
Él.
El auténtico hombre de Fe tiembla y hace temblar. Y es la misma fuerza
divina de la Gracia con que ha de obrar simultáneamente ambos actos. Si tiembla
verdaderamente hará temblar. Con el nombre de Cristo llevamos el temblor de
Dios. Heraldos del temblor, del terror, terroristas santos, no por santidad
personal, sino por la santidad de la misión. Llevamos en alza el estandarte de
la Cruz y del Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, al son de batalla (¡resuenan
cuernos y tambores de guerra!), para que los corazones se estremezcan,
para que las naciones tiemblen, ante el poder y la magnificencia de la Caridad
de nuestro Dios. Somos nosotros mismos como tambores de guerra sobre los que
Dios percute, instrumentos de Dios para hacer temblar la tierra, para hacer
temblar las almas, anunciándolo.
Para participar de este Santo Temblor debemos dejarnos percutir por Dios, y
dejar que la vibración llegue hasta lo más hondo, hasta la médula de nuestro
ser, hasta las regiones más íntimas, más recónditas, más arcanas y más remotas.
Filócalo, el perfumista
del Apocalipsis.