domingo, 30 de agosto de 2015

Santo Temblor

Una humilde reflexión sobre el Santo Temblor.

Cum metu et tremore vestram salutem operamini (Epistula ad Philippenses 2, 12).

Con temor y temblor trabajar por vuestra salvación (Carta a los Filipenses 2, 12)

Por medio de su epístola a los cristianos de Filipos, el Apóstol nos exhorta a obrar en pos de  nuestra salvación con temor y temblor. Con temor de Dios, pero no solo con temor, sino también con temblor. Muchas veces se olvida esta virtud y este don del temblor, o se tiende a homologar ambas nociones. Yo pienso que hoy día, aún más que el Santo Temor de Dios, escasea el Santo Temblor, que es hasta para muchos cristianos desconocido.

Centurio autem et, qui cum eo erant custodientes Iesum, viso terrae motu et his, quae fiebant, timuerunt valde dicentes: “Vere Dei Filius erat iste!”. (Evangelium secundum Matthaeum 27, 54) 
Cuando el centurión y los que con él estaban custodiando a Jesús sintieron el terremoto y lo que pasaba, quedaron aterrados y decían: "¡Realmente éste era Hijo de Dios!" (Evangelio según San Mateo 27, 54) 


Dios manifiesta su poder en el mundo. Y, como si el inmenso Amor clavado y alzado no bastara para convertir los corazones hacia Él, hace temblar la tierra, la sacude, la mueve. El poder de Dios en ese acto se hace signo de sí mismo. Pero allí, en el Calvario, no solo tembló la tierra física, tembló la tierra del espíritu.
Es que Dios no nos puede ver quietos, indiferentes, busca en nosotros el desequilibrio, la inquietud. Nos sacude, nos descoloca. Nos mueve el piso, nos remueve el suelo y nos desestabiliza. Nos muestra lo inestable, lo inconsistente de las cosas de este mundo, lo inconsistente de todo lo que procede del hombre. Y espera en nuestra humildad ¿Dios espera? ¿Por qué espera? Porque, como dice Péguy, Dios ama al pecador en la esperanza. Dios espera. Espera nuestra conmoción y turbación profunda. Espera que temblorosos reconozcamos: “Vere Dei Filius erat iste!”. Se vale Dios del movimiento de lo inestable e imperfecto para disponernos al dinamismo de la perfecta estabilidad del amor divino, el dinamismo de lo inmutable. Que vibre nuestro espíritu ante la contundencia del misterio inefable. Lo divino escapa a toda previsión humana. Lo sobrenatural, en su gratuidad, irrumpe con violencia en el ámbito de lo natural. Violenta es esa irrupción porque es una fuerza (vis) infinita que penetra en la existencia finita de lo creado. Porque lo sobrenatural jamás podrá ser la evolución de lo natural, o una nueva instancia o estadio de lo natural. Entre lo natural y lo sobrenatural, entre lo humano y lo divino, entre lo creado y lo increado hay un abismo ontológico irreductible. Es así que cuando la eternidad se introduce en la historia la revoluciona.

Solo los corazones chatos responden con indiferencia a la manifestación de la magnificencia, el poder y la justicia de Dios. El hombre mundano, el hombre que se ha hecho tierra, teme cuando tiembla lo terreno, y teme por lo terreno, a lo que ha reducido toda su vida. Mas su temblor es sólo físico, epidérmico, cuanto mucho psíquico pero nunca espiritual, dimensión que se ha fundido en el equilibrio psíquico. Bajo esta clave todo desequilibrio fisiológico y emocional se entiende como un mal absoluto.
Si no hemos cauterizado nuestro anhelo de trascendencia no puede dejar de temblar nuestro espíritu (animus) ante la expresión de lo divino en el ámbito o en la esfera de lo mundano. Bajo la mirada trascendente el temblor de la tierra cobra sentido espiritual, y más que espiritual, cobra sentido sobrenatural. El ser humano se sabe hecho de tierra (humus) y, en el reconocimiento de su condición y origen, halla la humildad. Humildad es, en principio, reconocer la bajeza de la condición humana ante la majestad de Dios. Y la tierra así adquiere, insuflada por el espíritu, otro sentido, uno más humilde y al mismo tiempo más trascendental. La humildad es condición de posibilidad para el santo temblor. El suelo fértil del corazón tiene que vibrar, tiene que temblar. Entonces el hombre abierto a la experiencia de lo trascendente ve en el milagro un signo, ve más allá y se eleva por sobre la dimensión inmanente de las cosas. Si no hemos resuelto nuestra existencia en el plano de lo temporal temblaremos. Y en el temblor optaremos, ante la evidencia de su excelencia, por Cristo o contra Él.
El auténtico hombre de Fe tiembla y hace temblar. Y es la misma fuerza divina de la Gracia con que ha de obrar simultáneamente ambos actos. Si tiembla verdaderamente hará temblar. Con el nombre de Cristo llevamos el temblor de Dios. Heraldos del temblor, del terror, terroristas santos, no por santidad personal, sino por la santidad de la misión. Llevamos en alza el estandarte de la Cruz y del Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, al son de batalla (¡resuenan cuernos y tambores de guerra!),  para que los corazones se estremezcan, para que las naciones tiemblen, ante el poder y la magnificencia de la Caridad de nuestro Dios. Somos nosotros mismos como tambores de guerra sobre los que Dios percute, instrumentos de Dios para hacer temblar la tierra, para hacer temblar las almas, anunciándolo.
Para participar de este Santo Temblor debemos dejarnos percutir por Dios, y dejar que la vibración llegue hasta lo más hondo, hasta la médula de nuestro ser, hasta las regiones más íntimas, más recónditas, más arcanas y más remotas.


Filócalo, el perfumista del Apocalipsis.

viernes, 11 de abril de 2014

Mineros



De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija.
(S.S. Francisco, Lumen Fidei, 3.)


Los hombres somos mineros. Vivimos la vida sumergidos en la oscuridad de la Tierra, en la estrechez de nuestros senderos. Caminamos nuestros propios caminos pero también aquellos que otros abrieron y recorrieron. Tenemos que caminar, no saldremos de la mina hasta que no finalicemos nuestro jornal. En este mundo oscuro, llevando luces con nuestras ideas, con nuestros rostros; una semejanza remota y casi arcana de la ya olvidada o ignorada Luz que viene de arriba. Iluminamos con estas linternas nuestros pasos y, muchas veces, nada más que nuestros pasos, hasta donde llega su restringido alcance. Conformamos así nuestro limitado campo visual, mas allá del cual todo es sombra, tal vez misterio, o tal vez mera penumbra e ignorancia. Nos acostumbramos a vivir en esta cuasi-penumbra. No obstante buscamos luces; no aquellas que traen consigo nuestros compinches (ésas pocas veces las tenemos en cuenta). Casi nunca nos asociamos en un trabajo y en una búsqueda conjunta en la que los intereses sean comunes, casi nunca con-vivimos. Buscamos luces en la tierra, nos abrimos paso contra la dureza de la roca, contra los desafíos que nos lanza el Mundo, buscamos riquezas, valores, el motor que dé sentido a nuestro afán. Nos comportamos como mónadas casi leibnizianas («sin ventanas»). 
Cuando el esfuerzo de tratar con la roca nos extenúa, cuando encontramos en ella la más férrea resistencia contra nos, que avanzamos hacia ella con codicia y con las mejores armas con que pensamos contar, acudimos entonces al que se desempeña (y empeña) al lado nuestro, como  otros nosotros, enfrentando la piedra. O nos detenemos protestando contra la roca que nos ofrece resistencia. Pero movidos por la codicia competimos por el botín de nuestro esfuerzo.
Conocemos la mina. Una vez caminada, sabemos que es dura y que los desmoronamientos parciales son habituales, y vamos protegidos, advertidos por la naturaleza. Pero ya creemos conocer nuestro oficio -el arduo oficio- de lidiar con la naturaleza. Avanzamos sin temor ni temblor, nada nos conmueve ni nos asombra ¡Idiotas...! imaginamos tener dominio sobre todo cuanto acaece en nuestro mundo.
Mas el buen minero sabe que no es completa su vida en la mina, y espera que finalice su jornal de trabajo para ver la Luz, se asoma a los caminos verticalmente trazados, y desandados por el Hombre, sin olvidar su labor diaria, reconoce que el verdadero valor es la luz que brilla por sí misma, sin despreciar por eso su luz, y las luces. Su luz que debe ser alimentada; las luces que no se distinguirían en la oscuridad, ni de la oscuridad, si no recibieran un remoto, pero cierto, haz de otra luz.
¿Es necesario el derrumbe, la catástrofe, para que tomemos conciencia de cuál es nuestro lugar?
Acontece el gran derrumbe -siempre puede acontecer-, el túnel que antes comunicaba con el mundo superior ahora se encuentra ocluido por el desmoronamiento de las paredes de la mina. Por gruesas capas de tierra y de piedra y de escombros. El inhumano esfuerzo que hemos hecho se nos vuelve en contra. A nosotros, que nos creíamos peritos en el arte de la minería. Luchamos, corremos, nos cubrimos, buscamos sitio seguro. Y allí nos congregamos.
Vemos como la vida, que llegaba gratuita junto a la luz de la que rehuíamos, se vuelve escasa, y el sensato reconoce la necesidad del oxigeno, no solo en estos momentos de extrema necesidad sino en todo momento. Cuando se esmera en su labor solo puede hacerlo por que el aire no le falta. En la estreches de los espacios del refugio en que nos guarecemos, sentimos y vivimos la angustia -esa sensación de estrechamiento que nos agobia y nos sofoca-, la aflicción, el agotamiento, buscamos al compañero, pero con temor y recelo, con desconfianza. Entramos en un delirante trance provocado por la sed y el miedo. Y en ese estado el minero se ve obligado a enfrentar lo que antes evadía. Aquella luz… ¿una ilusión acaso? Bendito terremoto que sacude los sentidos y acorrala al intelecto.  Bendita neurosis. Pero al fin de cuentas sabemos que se resuelve todo en una apuesta. Una apuesta que debemos actualizar a cada segundo: O la luz o las tinieblas; o la esperanza o el nihilismo.
Finalmente desde arriba se nos tiende una ayuda: sostén y consuelo, alimento y medicina, que solo el necio, el arrogante, sería capaz de rechazar sobradoramente. La iniciativa -siempre- viene de afuera, de arriba, de donde la luz, de donde el aire, de donde la vida. Llegado el momento seremos retirados, si no nos vence antes la desesperación, el miedo, el desánimo, la ansiedad, el egoísmo… 

Un Fénix, aquel del que se ha oído que ha renacido de sus cenizas, baja. Desciende hasta las profundidades del abismo para rescatarnos y llevarnos a la Luz. El ascenso es lento y penoso. El camino, oscuro y estrecho. Por momentos asfixiante. Al punto de hacernos llegar a pensar que en aquellas profundidades nos encontrabamos mejor. Que esto termine de una vez. Rogamos, y volvemos a apostar. Queremos ver la Luz. Y respirar. Ya ni somos del todo conscientes. Queremos descansar. Para siempre.



Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios.

(S.S. Francisco, Lumen Fidei, 4.)








martes, 17 de diciembre de 2013

Empezar a sacudir el espíritu.


¿Quién es el idiota? El idiota es el que se cierra en sí mismo negandose a la trascendencia.

¿Quién es el imbécil? El imbécil es el que recorre los caminos de la vida con aires de autosuficiencia.

¿Quién es el estúpido? El estúpido es el que no sabe responder al llamado de Dios.

The Wandering Jew by Gustave Doré.

Todos y cualquiera de nosotros podemos ser el idiota, el imbécil, el estúpido... vayamos despiertos, abiertos (a la Verdad), y con humildad, depositando toda nuestra confianza en Dios.